El final de la transición...


... es una hoja en blanco, un ordenador recién formateado, el suelo mojado después de la lluvia, la calle de una gran ciudad en la que apenas está amaneciendo. Un espacio vacío hacia el que mi energía fluye inexorablemente.
Todas las dudas, las preguntas sin respuesta se quedaron tras la puerta que cerré tras un arduo esfuerzo. Y después del ruido atronador, llegó el silencio, y estoy segura de que puse cara de sorprendida cuando oí mis propios pensamientos. Es mi vida, me decían: sola, exclusiva y totalmente mía.
Llegó el momento en que las tres ruedas coincidieron en el mismo punto al girar. Sólo que yo esperaba que las cosas siguieran girando, diciendome en susurros lo que tengo que hacer... y en vez de eso, se han quedado paradas, cerrando la combinación de esa puerta que ahora tengo detrás. Pensaba que iba a tener miedo, porque de tanto tenerlo, me había acostumbrado. Y resulta que ya no lo tengo: lo que tenía era miedo a cruzar la puerta, no a lo que había detrás de ella. Nunca hubo monstruos más allá del umbral; era antes, donde estaban: la decepción, las manías, la frustración, la rutina, el miedo al ridículo, el desprecio la tensión... probablemente volverán, porque el ser humano es mezquino (y algunas veces, ciertamente idiota), pero aún no.

Hizo falta un largo y extraño camino para llegar hasta aquí. Dejé atrás una gran cobradía, un gran sueño que al romperse, me enseñó que la vida está reñida con los cuentos de hadas, una ironía de proporciones casi casi bíblicas y el desencanto y la amargura que llega con él, y el vacío que provoca descubrir la realidad desagradable debajo de las cosas que parecían tan bellas.
Aprendí dos cosas, que los momentos mágicos se reinventan a sí mismo, y que es mucho más difícil reírse de uno mismo que llorar por uno mismo.

Muchas cartas para un tarot que me ha desordenado y reordenado la vida:

Primero fue la rutina: cuando pasó, todo parecía muerto, como la tierra quebrada después de cien, de mil años de sequía. El desierto más absoluto, bajo el sol sin nubes de la última duda despejada. Mucho más tarde, la rabia de haber dejado que pasara...
Después llegó la desconfianza, simbolizada en mi tarot particular por el hombre perfecto. Los seres humanos nacemos tan confiados como simples; una vez que nos han dejado caer de espaldas, aprendemos a mirar por encima del hombro a quien nos debería sujetar... sobre todo, porque no siempre surgen de la nada esos famosos brazos.
En tercer lugar, llegó la vuelta a la realidad, y ése es el quid de la cuestión, porque resulta que mi realidad no es a la que vuelvo, sino de la que salgo para volver a la de alguien más. Y curiosamente, de lo irreal salió lo real.
Desde el frío llegó una duda existencial a resolver las mías. Así, por ósmosis, sin transición, en una sucesión de escenas inconexas pero que al final parecían tener sentido... como un vendaval, que me sacudió y me hizo ver mi vida desde fuera, con la mirada desinteresada del observador casual, con el desapasionamiento del viajero del metro que lee el periódico por encima de tu hombro. Y descubrí que no solo me gustaba, sino que además es objetivamente interesante.
Regalándome un momento de ironía incomparable, el hombre de mi vida llegó dispuesto a desmostrarme que no lo es, sin, por supuesto, conseguirlo, no sólo por el hecho de que yo siempre tengo razón, sino porque hay que cosas que, afortunadamente, no son relativas. Y el hombre de mi vida salió de ella una vez más, dejando tras de si una canción triste, pero ninguna duda.
Y ahora, las ruedas se han parado, sopla una ligera brisilla y todo parece en calma. Quedan decisiones que tomar, muchas decisiones, pero ya no parece que se acerquen a mi a toda velocidad. Quedan viajes por hacer, con objetivos sin determinar; quedan noches sin dormir y días de vino y rosas, quedan muchas dudas por tener y resolver; quedan muchos caminos cruzados que resolver. Y quedan conspiraciones varias que tramar con espías de bando indeterminado. Que son los que siempre me gustaron, porque si desde el principio sabes quién es el malo, ¿qué gracia tiene?

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