Indignación

Me indigna la gilipollez ajena.
Y no soy capaz de ocultarlo.
Sí, lo sé, hay muchas formas de llamar gilipollas a una persona, pero cuando los límites de mi medidor personal de gilipollez pasan cierto umbral, las opciones más elegantes de llamar gilipollas a alguien desaparecen y sólo quedan las alternativas más directas.
Esto, por más que me repatee, le da la razón al Arquitecto aquella vez que se partía de risa diciendo: en el cuerpo diplomático tú? Te imagino allí forzando a todo el mundo a firmar los tratados...
Es verdad, no valgo para la hipocresía y la corrección política más que hasta un cierto nivel. Por eso hace tiempo que decidí no pasar la vida como una ameba y pasarme a la acción.
Y nadie puede decirme que ni mi vida ni mi trabajo carecen de acción, desde luego.
Desgraciadamente, tampoco he conseguido desembarazarme de la gilipollez.

No puedo evitar que me moleste profundamente que la gente niegue haber hecho las cosas mal y que tengamos que pagar todos por ello, debido a su tozudez.
No puedo evitar que se me acuse de no haber hecho todo lo posible cuando lo he hecho y no ha funcionado.
No puedo evitar que no me salga poner buena cara cuando la gente se merece una patada en el culo.

Afortunadamente, a pesar de que en esta ocasión no me voy a desahogar completamente, la gilipollez ajena está dando sus frutos y la venganza se servirá fría. Y no me va a hacer falta ponerme el traje de ninja para dar puñaladas por la espalda, ya estoy viendo como los perpetradores de gilipolleces se las asestan entre ellos. De momento, ya tengo la inmensa suerte de poder aprovechar mi recién recuperado dominio de la situación siendo agradablemente irónica.
Regla número uno: si no puedes seguir con ellas hasta el final con la cabeza alta, no hagas las cosas. En el fondo, hay que ser inteligente hasta para hacer gilipolleces.

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