La partida

Os debía este post, pero ha sido difícil de escribir, creedme. Más de lo que nunca pensé cuando leí el mail que me anunciaba mi nuevo puesto el mes de noviembre. Mucho más.

Nada fue terriblemente mal. Todo fue conscientemente elegido y llevado a cabo (ejecutado) con esa manera fría y calculadora de cuando el estómago se me para y me dice: bueno, es la hora.
Y me quedo corta cuando quiero explicar el nudo que se me hizo en el estómago cuando llegó el señor de la mudanza y me dijo: 417 libras. Cuando vi el apartamento vacío de nuevo. Porque se quedó vacío como si allí nunca hubiera habido nadie y como si nunca nos hubiéramos reído dentro. Cuando ví los edificios absurdamente altos de la zona 10 alejándose por última vez. Y lo escribo, y ni yo misma me creo estas palabras que veo en la pantalla. Porque ahora estoy en París, haciendo fotos a la torre Eiffel… pero aún no he asumido que no voy a volver de estas vacaciones.

En esencia, porque no son unas vacaciones. Es una pausa antes de la nueva gran aventura, y después de dos años.

Dos años que empezaron como en una broma gigante, dentro de una persona que no era yo, haciendo amigos ajenos y valorando siempre las posibilidades antes de saltar. No conozco a la persona que vivió mi vida en 2007, que fue uno de los mejores y de los peores años de mi vida, todo a la vez. Eso pasa cuando el trabajo del que estás desesperadamente enamorada tiende alejarte del resto de cosas que quieres en la vida. Y cuando tomas una decisión, después de darte cuenta de que algunas de esas cosas, resulta que en realidad no eran tan importantes.

La temporada seca del siguiente trajo algo que llevaba buscando mucho tiempo; a mí. No es que ahora esté más segura que antes, ni que sea mejor persona, ni más alta, más guapa, ni nada (más rubia sí, por cierto, pero eso es otra historia que será contada en otra ocasión). Pero sí soy yo misma, no una versión de mí vista a través de los ojos de nadie, ni por los ojos figurativos de nadie. Lilith, sin el cristal deformante, un manojo de posibilidades a mi alcance.
Después empezaron los fuegos artificiales: el odio, la calma, la desesperación, la perfección, el descubrimiento, el reencuentro, y por fin, lo inesperado, un espía que llegó de no se sabe muy dónde y por qué extraños recovecos de la vida (estoy segura que no pega el destino en esta frase). Y entender la segunda parte, que cuando el único punto fijo de la vida es el trabajo que uno ama desesperadamente, todo lo demás tiene que estar necesariamente en función de ello.
Hay una manera, tiene que haberla. Porque hasta ahora, siempre me las he arreglado para conservar la salud mental. Creo. Espero.

Os transcribo un poco de lo que escribí en el avión, después de ver cómo las nubes tapaban la Ciudad, y, tras quince días de preguntarme constantemente, sentir de verdad qué se sentía yendo dentro de uno de esos aviones que se veían por mi ventana.

Nunca parece que es la última vez. Siempre parece que las cosas cotidianas van a seguir siendo cotidianas, porque ésa es su esencia. Pero no. A veces, es la última vez que hacemos o decimos algo. Mañana empezará otra semana. Casi todo será igual, pero no estaré ahí. A algunas personas les habrá cambiado el devenir diario, y yo empezaré toda una sucesión de semanas diferentes que me llevarán por un camino que ahora mismo desconozco. Mis mañanas ya no empezarán maldiciendo la luz del sol que entra por la ventana hasta que me doy cuenta de que es otro hermoso día de primavera. Ya no me maravillaré de las vistas verdes desde mi habitación, ni comprobaré que los volcanes pasaron la noche en su lugar. Ni oiré una voz cantando mal en el baño, ni oleré el café en el salón, ni esperaré la luz suave de las cuatro de la tarde en el sofá, y cambiarán las canciones de los bares sin mi consentimiento y ya no me las sabré de memoria. Mi vida seguirá, y ya nunca tendré esa misma sensación de un anochecer de verano en otra dimensión, ni veré el tráfico absurdo de la una de la mañana.

No me despedí del chico del sushibar, ni del señor de la tiendita de la esquina del edificio. Pensarán solamente que he cambiado de costumbre, o que los extranjeros siempre van y vienen, como las flores de los jacarandás… Las cosas que quedaron para mañana, se irán al limbo de los mañanas que no existen. Porque todo tiene una última vez, tan cierto como que tiene una primera.


Tengo los recuerdos de muchos meses de alegría. Es posible que sea por eso que dentro de mí se rehúsa a creer que se ha terminado. Nunca queremos que se acaben las cosas buenas, como nunca queremos que se termine una buena fiesta, ni un buen libro, ni una buena conversación. Pero las cosas se terminan, y nos movemos al siguiente libro, a la siguiente conversación, al siguiente paso.

Y será bueno, lo sé, porque algo me lo dice (y la voluntad gritando: ¡resistid, es la orden!); porque tiene que ser bueno, porque si no, no merece la pena. Ya me entusiasmaré por el futuro cuando pueda; ahora, señor agente, déjeme que me termine mi copita de melancolía, que es mi vicio. Porque si no puedo estar triste por lo que dejo atrás, es que tampoco merecía la pena hacerlo.

Y hoy, como siempre, hacen años.

Comentarios

Unknown ha dicho que…
¡ay mi niña! La nostalgia de Guatemala tardará en pasarte. Uno se acostumbra a las cosas muy rápidamente cuando se está a gusto, y si estas con gente estupenda todavía mas.......

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