Inshallah
En uno de esos ensayos que escribía el Arquero cuando todavía no era el Arquero, o lo era, pero de incógnito, recuerdo que hablaba de desapariciones, y las calificaba como peores incluso que la muerte a efectos de derechos humanos. Me perdonará el ilustre personaje que no me acuerde de la cita textual (espero comentario al respecto cuando tengas un minuto, chato), pero el razonamiento era algo así como que de hecho, la desaparición va un paso más allá que negar el derecho a la vida (uséase, matar), porque niega el derecho a existir. Quien está muerto, es susceptible de ser recordado, pero quien no existe, ¿cómo va a ser recordado? Ni eso, le dejan a la familia. Los desaparecidos no tienen ni el derecho de convertirse en fantasmas de verdad.
Las desapariciones son escalofriantes. No me refiero sólo a las desapariciones sistemáticas, por motivos políticos, que constituyen un crimen de lesa humanidad. Esas, demuestran lo bajo que pueden caer los seres humanos, y me hacen preguntarme qué demonios tiene este animal estúpido que se empeña en hacerle la vida difícil a los congéneres, y si no sería mejor que nos extinguiéramos de la faz de la tierra (que ya la tenemos bastante hartita también).
Me refiero también a las desapariciones casuales, de una persona. A las que trataba el famoso (notorio, si me entendeis y tolerais la referencia al inglés) Lobatón en aquel programa que abrió las puertas a una televisión aún peor que la que teníamos, con los dichosos realitichows. A las ocasiones en las que un amigo, un vecino, un colega, un compañero, un novio, un marido, un padre, un hijo, un abuelo, o todas esas cosas a la vez (y con /a en todas ellas, por la igualdad de género aparente) simplemente desaparece de la faz de la tierra, se borra sin dejar huellas como si nunca hubiera existido. Sin razón aparente. La línea de las acciones cotidianas sigue su camino hasta que de repente, llega a un final abrupto, en el cual no hay nadie esperando. No hay puntos suspensivos, sólo queda el borde de la cinta, cortado con unas tijeras. Y un gran interrogante.
No hay consuelo posible para una familia que no sabe dónde está la persona que ha desaparecido. No hay dolor suficiente para llorar a alguien que no se sabe si sigue vivo o no.
No hay nada peor que la incertidumbre, porque la imaginación es una tortura.
Casi todos los días vamos a comer o a cenar (o lo que sea a las seis de la tarde, me matan los horarios de estos angloparlantes) al mismo restaurante, donde charlamos con los camareros y los cocineros (que dicho sea de paso, son una bandada de muchachos muy simpaticones ellos y con un francés particular). El otro día nos contaron que uno de los chicos (de la misma quinta que ellos) que trabaja en una haima al lado de la de ellos, simplemente ha desaparecido. Salió a buscar a un amigo suyo que llegaba, y nunca llegó al lugar de la cita. Más allá de la (justa) indignación que siempre había sentido por estos temas, y la simple empatía que me provocaba aquel malhadado programita (sed comprensivos, tenía yo doce años, a la sazón), nunca había visto tanto dolor en los ojos de alguien como en los ojos del padre de este chico, que nos explicaba (traducción mediante) que no sabe qué hacer y a quién acudir, porque la policía no le encuentra. Que él que cree que está muerto, pero que no sabe qué le puede haber pasado... Le hemos dicho que si hay algo que nosotros podamos hacer... aunque no lo haya... Han pasado diez días. Todavía es posible que el chaval aparezca. Inshallah.
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