Se acabaron los tiempos de las mandarinas
La última etapa se cerró con el último clic de la última ficha que encajó en su lugar, dejándome en medio de la vida, como si me hubiera quedado en medio de la autopista, a salvo, en la franjita de hierba deprimida, pero viendo los coches pasar a toda velocidad a los dos lados.
De eso hace mucho.
Cuando el miedo llama a la puerta, el estómago baja diez grados de temperatura, y eso activa un sistema de piloto automático que ignora los sentimientos (o los desentimientos) y sigue el instinto de conservación. Digamos que tengo suerte, porque el mío siempre me lleva en la buena dirección (aunque siempre tengo miedo de que me acabe pasando algo estilo película de los hermanos Cohen).
Después de meses y meses de piloto automático, y de vida en un mundo paralelo, el otro día encontré un punto de coincidencia con mi vida anterior (con una de mis muchas vidas anteriores: no aquella en la que era pescador de perlas, sino una más reciente).
Estamos en la época de las mandarinas.
Mientras las dejaba en la mesa del trabajo, como pequeñas fuentes inofensivas de vitamina C, pensaba en lo que significaban en aquella otra vida lejana... aquellas mandarinas que se me olvidaban todas las mañanas encima de la calefacción y que se convertían en algo siniestramente parecido a la mermelada de naranja amarga.
El tiempo de las mandarinas. Se acabó, el tiempo de las mandarinas.
Se acabó la indecisión, el piloto automático, se acabaron los clics y las dudas inoportunas.
En realidad, hace mucho que se acabaron, pero no me había dado cuenta...
Así que, de las seis mandarinas, me comí cuatro y las otras dos deben estar todavía allí (puesto que después, salí corriendo a una reunión...). Aquí, con este clima, no les hace falta calefacción ninguna para convertirse en sucedáneo de mermelada, eso sí.
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